Pedro Pablo Paredes
Al habla es tan natural, tan espontánea, tan usual, tan personal, tan elocuente, que el hablante, o sea el interlocutor principal, carece de la menor idea respecto de los secretos del habla. Y el otro interlocutor, es decir, el oyente, se halla también en tinieblas al respecto. Ninguno de los dos, en sentido general, sabe los secretos del habla. A veces, como nos consta a todos, la gente se queja de que determinado amigo, ignorante o no, profesional o no, no tiene gracia ninguna en su conversación. Se trata de una queja que solemos escuchar con frecuencia. Al conversador que aburre, todos lo calificamos, certeramente, de latoso. Nos formulamos, así, una pregunta interesante. ¿Por qué es latoso el individuo del ejemplo?.
Ahora bien. Lo curioso del latoso consiste en que nos lo encontramos en todas partes. Lo mismo en el mercado que en la iglesia. Lo mismo en el campo que en la ciudad. Lo mismo en la calle que en la cátedra primaria, secundaria o superior. Es indudable que este individuo, aunque parezca raro, aparece donde uno menos lo espera.
Qué lata la de ese tercio, es queja muy frecuente. Y nadie sabe de dónde viene la lata. Pues, la lata es uno de los problemas de la cultura popular. El que apenas sabe firmar, el que no ha leído un libro nunca, el que no frecuenta el diario, para decir verdad, anda en el aire. No es otro el problema nacional del venezolano, del que no se escapa ni el Presidente, con todo y su cargo.
El problema es muy fácil de entender. El latoso, sea analfabeto del todo, sea profesional, sea doctorado, padece de una deficiencia extraordinariamente abundante en nuestra patria. Es el individuo que, por deficiencias de su educación, carece de ésta precisamente. No sabe leer, no sabe hacerse entender, no sabe expresarse. No tiene ideas claras sobre nada y, en consecuencia, no sabe expresarlas con la claridad debida. Más claro ni el gallo de la Pasión.
La latosidad, si se puede y debe llamar de esta manera, aunque nos duela y nos avergüence, es la nota típica, característica del venezolano. Se la debemos a la escuela, que no enseña a leer a nadie; se la debemos al liceo, que se olvida de la lectura; se la debemos a la Universidad, que, hablando con sinceridad, gradúa compañías completas de analfabetos (no olvidemos que es analfabeto el que no sabe ni leer ni escribir y que también lo es el que, con título universitario y todo, ni lee ni escribe). Este, lamentablemente, es uno de los signos de nuestra patria. Hemos visto que algunos funcionarios de alta jerarquía nos duermen a punta de charlas televisadas de cuatro o cinco horas. El que habla tanto, mucho cuida- –1 do, es el verdadero analfabeto. Porque el más delicado de los problemas se analiza, si sabemos hablar, en el tiempo de una clase: tres cuartos de hora máximo.
Venezuela, lamentablemente, por deficiencia de la autoridad, que sólo existe en el Diccionario, ha llegado ya a señal negativa: la de que es el país del continente menos culto: aquí casi todos desconocemos la existencia del libro. ¿Qué tal?